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Title: El fin de la ceguera, National Geographic
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Lentes de contacto optometria oftalmologia lentes de sol lentes oftalmicos Desde el día en que nació Christian Guardino, su madre, E...
Lentes de contacto optometria oftalmologia lentes de sol lentes oftalmicos

Desde el día en que nació Christian Guardino, su madre, Elizabeth, supo que algo iba mal en sus ojos. Se le movían a sacudidas y se le quedaban en blanco. Uno bizqueaba hacia dentro. Cuando le daba de comer, no miraba hacia ella, sino que fijaba la vista en la luz más intensa: una lámpara si era dentro de la casa o el sol si estaban al aire libre. Aquello era inquietante.
El primer oftalmólogo que vio a Christian decidió, para mayor preocupación de la familia, remitirlo a un especialista del Hospital Monte Sinaí de Nueva York, quien lo sometió a una electrorretinografía (ERG), un procedimiento en el que se sitúa sobre el ojo un minúsculo sensor electrónico que mide la respuesta de la retina a los impulsos de luz. Una retina sana responde enviando una señal eléctrica a través del nervio óptico, que en la gráfica resultante se representa como un valle seguido de un pico, ambos bien marcados. La ERG de Christian no mostraba nada de eso, solo unas ligeras oscilaciones, débiles y desdibujadas.

El doctor explicó a Elizabeth que su hijo padecía una retinopatía denominada amaurosis congénita de Leber (ACL). Su vista, ya de por sí mala, nunca experimentaría una mejora significativa. No había nada que hacer. El chico vería únicamente una pequeña parte del mundo y siempre caminaría, cuando aprendiese a hacerlo, con la ayuda de un bastón.

Y, efectivamente, Christian necesitó un bastón, y el brazo de su madre para guiarlo, cuando en 2012, a los 12 años, visitó por primera vez una clínica del Scheie Eye Institute, perteneciente a la Universidad de Pennsylvania. Sin embargo, este mes de enero salió por la puerta de la clínica sin bastón y, entre bromas y charlas, nos guio a un grupo de médicos, doctores, técnicos de la­­boratorio y a mí mismo por el amplio vestíbulo.
«¡Hala!», exclamó cuando nos acercamos a la salida del edificio, una enorme puerta giratoria con grandes hojas de acero y vidrio. Su madre iba detrás a cierta distancia; el muchacho iba solo. Christian no se detuvo. Avanzó tranquilamente y mantuvo el paso mientras un cristal se cerraba tras él y otro se abría rápidamente por delante. Salió al exterior, a la luz del sol.

Ser ciego y volver a ver
Christian Guardino podía ver. Todo cuanto hasta entonces suponía un obstáculo –la luz y la oscuridad, el acero y el vidrio, los objetos móviles y los inmóviles– ahora era motivo de disfrute. El mundo le abría las puertas.

«¿Te lo puedes creer?», preguntó Elizabeth. Delante de ella, Christian caminaba junto a Jean Bennett, cuyo laboratorio de la Universidad de Pennsylvania había producido el fluido con material genético que había devuelto la visión al chico. «Ha sucedido todo tan deprisa», dijo Elizabeth. Solo tres días después de que le trataran el primer ojo, Christian ya podía verla. «Pasé de preguntarme si mi hijo me vería alguna vez a… en fin, a esto. Es como un milagro.»
El milagro de Christian se había obrado con gran esfuerzo. Era el fruto de 20 años de incesante trabajo por parte de Bennett y sus colaboradores, quienes identificaron la mutación genética que le había inutilizado la retina y después hallaron la manera de introducir una copia buena de ese gen en su ojo. Bennett había iniciado los ensayos del tratamiento con la simple esperanza de «poder detectar algún atisbo de mejora». Nueve años después, ella misma se asombra de que haya funcionado tan bien.

Aunque se cuida mucho de no sobrevalorar su trabajo o de subestimar los obstáculos que puedan presentarse en el futuro, los progresos logrados con Christian y con otros pacientes le permiten a Bennett albergar la cautelosa esperanza de que esta terapia de sustitución génica pueda funcionar con otras formas de ceguera. No es la única que piensa que su técnica, con diferentes variaciones, pronto podría ayudar a detectar y corregir defectos genéticos similares con suficiente antelación –tal vez incluso en el útero– como para revertir o prevenir enfermedades oculares.
Durante los últimos 10 años los avances lo­grados en otras dos áreas, el de las células madre y el de los implantes biónicos, también han servido para devolver por lo menos un poco de vista a los ciegos. Las células madre –células en las primeras etapas de desarrollo, antes de diferenciarse en los elementos constitutivos de los ojos, el cerebro, los brazos o las piernas– son cada vez más prometedoras para sustituir o revivir las células retinianas defectuosas que son las responsables de numerosas causas de ceguera. Por su parte, la primera generación de retinas biónicas –microchips que sustituyen a las células retinianas defectuosas para captar y amplificar la luz– ofrece una visión de baja resolución a personas que durante años no han visto nada.
Estos avances nos animan a hablar de algo que era impensable hace apenas 10 o 20 años: acabar con la ceguera humana, y pronto.

¿Es esta una posibilidad realista, aunque sea remotamente? Algunos defensores y recaudadores de fondos destinados a este tipo de investigación científica sugieren que sí. El empresario Sanford Greenberg, quien perdió la vista por culpa del glaucoma cuando estudiaba en la universidad, ha fundado End Blindness by 20/20, una campaña que ofrece un premio de tres millones de dólares en oro a la persona o equipo de personas que más haya contribuido a acabar con la ceguera antes del año 2020. El National Eye Institute, uno de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, está financiando la investigación oftalmológica con generosas subvenciones. La iniciativa VISIÓN 2020 de la Organización Mundial de la Salud y de la Agencia Internacional para la Prevención de la Ceguera se ha puesto como objetivo la «erradicación de la ceguera evitable antes de 2020». Mientras tanto, los entusiastas artículos periodísticos sobre progresos como el de Bennett parecen indicar que lo vamos a conseguir.


Cualquiera que siga a Christian Guardino en sus paseos por la ciudad podría pensar lo mismo. Sin embargo, como dijo Henry Klassen, investigador de células madre de la Universidad de California en Irvine: «¿Quieres hallar rápidamente una cura para los casos más difíciles? Pues que tengas suerte. Esto no es fácil».


La mayoría de los investigadores coincide en este aspecto. Jean Bennett, por ejemplo, es consciente de que la terapia génica que devolvió la vista a Christian (y que todavía habría que reproducir en otros casos) es extraordinaria porque desafía toda una historia de decepciones, retrasos e incluso desastres.
Bennett ha visto fracasar un sinfín de experimentos con terapias génicas. En un artículo científico reciente enumera los desalentadores obstáculos que se presentan para ampliar su enfoque terapéutico incluso a otras causas genéticas de ACL. Por ejemplo, el gen que insertó en el ojo de Christian, conocido como RPE65, encaja perfectamente en el virus benigno que modificó para transportar dicho gen a las células del paciente, pero hay muchos otros genes causantes de ACL que son demasiado grandes para introducirlos en el virus. Además, la mayoría de las mutaciones perjudiciales causantes de ACL producen los daños a edades mucho más tempranas, o bien actúan en zonas del ojo menos compatibles con la sustitución génica, por lo que no se pueden tratar bien con los virus de que se dispone actualmente.

Tales impedimentos relacionados con la terapia génica, y otros similares que afectan a las células madre y los implantes biónicos, no desaparecerán de la noche a la mañana. Los avances serán difíciles y graduales. Y muchas de esas curas milagrosas resultarán efímeras.
En cambio, el desafío de poner fin a la ceguera tratable es otra cuestión bien distinta.

Aproximadamente una de cada 200 personas en el mundo (39 millones en total) es ciega. Otros 246 millones tienen mala visión, con diferentes niveles de discapacidad, de moderada a grave. La discapacidad visual también afecta a otros cientos de millones de personas, a menudo familiares encargados de ayudar a los que no pueden ver. Estas cifras justifican por sí solas la investigación en nuevos tratamientos. Pero el ojo también recibe cada vez más atención porque es un órgano seguro y accesible para probar tratamientos que también se podrían aplicar a otras partes del organismo.

Para empezar, los investigadores pueden mirar directamente el interior del ojo para ver cuál es el problema y si el tratamiento está funcionando. Asimismo, su dueño puede facilitar valiosos datos sobre su funcionamiento. El ojo también proporciona retroalimentación en forma de dilatación pupilar o actividad eléctrica en el nervio óptico. Además, el investigador que lleva a cabo un tratamiento experimental en un ojo puede emplear el otro como control. Y es un órgano muy resistente. Dentro del globo ocular, el sistema inmunitario se reprime y permite que el ojo goce de un «privilegio inmunitario», es decir, que sea más tolerante a unos invasores que, en otros órganos, podrían causar inflamación. Esto supone que en el ojo puedan probarse ciertos tratamientos como la terapia génica con más seguridad que en otros órganos en los que podrían causar estragos.

Los ojos, un camino para ver el cerebro
Los neurocientíficos dicen que «es el único sitio por donde puedes ver el cerebro sin hacer un agujero». La retina, visible a través de la pupila, es como un cuenco de neuronas conectadas al cerebro por el nervio óptico; en su conjunto, el ojo es una «evaginación del cerebro» que se forma durante el desarrollo fetal, como si fuera una protuberancia que se va estirando. Al igual que el ojo, el cerebro goza de privilegio inmunitario, de modo que los tratamientos que funcionan en el ojo pueden aplicarse fácilmente al cerebro o a la médula espinal.

Estas ventajas son importantísimas porque las estrategias experimentales que hoy se centran en los ojos podrían impulsar en el futuro otros tratamientos para todo el organismo hu­mano. La terapia génica ofrece la promisoria posibilidad de corregir los genes defectuosos que causan toda clase de enfermedades. Las células madre, la de sustituir estructuras tisulares completas. Los implantes biónicos, la de sustituir órganos enfermos. Los ojos no son solo el espejo del alma, sino también el de las posibilidades –y limitaciones– de los enfoques terapéuticos a los que la medicina está fiando su futuro.

Pensemos en una imagen parpadeante en blanco y negro, de alto contraste y baja resolución, con una calidad peor que la de los primeros televisores de los años veinte: pues bien, así es más o menos cómo ve Rhian Lewis con su ojo biónico. Lewis, de 50 años y vecina de Cardiff, Gales, tiene retinosis pigmentaria, una enfermedad causada por una deficiencia genética que hace que los fotorreceptores mueran y la visión periférica disminuya. Con el paso del tiempo, el campo visual se va reduciendo hasta desaparecer, «como si fuera un regulador de luz que se va cerrando lentamente», explica la propia Lewis.
La enfermedad ha afectado su vida desde que gateaba. A pesar de todo fue a la escuela y a la universidad; trabajó en un bar –sabía perfectamente dónde estaba cada botella, cada vaso– y luego, con el ojo derecho completamente ciego, estuvo en una librería-papelería durante 20 años –se sabía de memoria la ubicación de cada sección y era capaz de distinguir los bolígrafos por el tacto–. Desde que la tienda cerró, ha estado en su casa criando a sus hijos, ya adolescentes.

En junio de 2015 ingresó en el Oxford Eye Hospital, se tumbó sobre la mesa de operaciones, se quedó dormida por efecto de la anestesia y 10 horas más tarde se despertó con un ojo biónico. Durante la que fue «sin duda la intervención más compleja que jamás he realizado», relata el cirujano Robert MacLaren, el equipo de Oxford le introdujo entre las delicadas capas que conforman la retina un microchip del tamaño de una peca con 1.600 fotodiodos diminutos. Con este ensayo clínico se pretende comprobar si este chip, conocido como Alpha, puede sustituir los fotorreceptores muertos (los famosos bastones y conos) del centro de la retina de Lewis al convertir la luz en impulsos eléctricos que el circuito neuronal transmitirá al cerebro.
El pasado mes de noviembre, Lewis me contó que cuando activaron el dispositivo no podía creérselo: «De repente, ¡oh, Dios!, ahí había algo».

Pero ¿qué era ese algo? Su cerebro interpretaba las señales eléctricas del chip no como objetos o escenas, sino como destellos y brillos muy pronunciados. «No es una imagen –explica–, solo es la sensación de que hay algo diferente».

Desde entonces ha estado aprendiendo a interpretar visualmente esas explosiones de luz. Dicho aprendizaje incluye formación en el laboratorio de MacLaren. «Es como estudiar matemáticas avanzadas –dice entre risas–, es horrible.» Pero vale la pena. Ha aprendido a reconocer cierto patrón de destellos como una persona, y otro, como un árbol. Está mejorando en la diferenciación de contrastes en el marco de una tediosa prueba que ella llama «el test de las 50 sombras de Grey» (en realidad solo son siete tonos de gris). Puede ver la hora en un reloj grande de alto contraste situado a menos de un metro. La semana previa a mi visita, había dado un paseo por Oxford con el equipo de MacLaren y distinguió, por primera vez en muchos años, las ventanas de la fachada de un edificio.

El ojo biónico es agotador
Pero los avances son modestos, y Lewis sigue haciendo casi todo guiándose por el tacto y por la visión borrosa que le queda en el ojo sano. El ojo biónico es agotador; suele dejarlo apagado.

Con estos primeros prototipos cabe esperar todas estas limitaciones, dice Eberhart Zrenner, el cirujano ocular alemán que empezó a desarrollar el Alpha hace más de 20 años. «La idea nunca ha sido lograr una recuperación completa de la visión –afirma–, sino mejorar la capacidad del paciente para reconocer objetos y moverse.» Y eso es lo que se está logrando. Zrenner menciona a un paciente que puede leer de nuevo su nombre y a otro que por primera vez ha podido ver el rostro de su novia «y descubrir que estaba riendo». Casi la mitad de los 29 pacientes que han recibido una versión anterior del implante lo consideran muy útil.

A Lewis también le ha resultado útil el suyo. Aun en el caso de que su visión no mejore nada, dice, la imagen a menudo indescifrable que le proporciona el chip constituye una especie de milagro, una luz donde antes había tinieblas. Espera que cuando el ojo izquierdo acabe por perder completamente la visión, este ojo biónico, o quizás una nueva versión de él, le permita seguir haciendo todo lo que hace ahora. «Lo hago por mis hijos», asegura. Los dos ven bien por ahora, pero existe un elevado riesgo de que pa­dezcan retinosis pigmentaria. «Todo cuanto yo haga puede ayudar a los que vengan después.»

MacLaren dice que este proyecto implantológico está dando unas lecciones muy valiosas. Para empezar, la demostración de que los fotodiodos pueden sustituir a los fotorreceptores naturales es un paso de gigante: para esa máquina de precisión que es el ojo hemos diseñado una pieza que encaja, aunque sea de forma imperfecta. Estos dispositivos también demuestran que los pacientes pueden aprender a interpretar nuevas formas de estímulos visuales. Por otra parte, añade el cirujano, los implantes nos enseñan que «una vez que desaparecen los fo­torreceptores todavía queda potencial visual, porque los demás nervios siguen intactos. Nunca pensé que esto fuera posible».


Según MacLaren, estas lecciones ya están im­­pulsando los avances en los otros dos campos de innovación: la terapia génica y las células madre.

En California, un equipo puntero está llevando a cabo un ensayo con células madre derivado casi directamente de un implante. Uno de los líderes es Mark Humayun, quien, al igual que MacLaren, parece estar inmerso en proyectos con todos los tratamientos posibles.

Su primer gran proyecto fue la coinvención del Argus II, el primer implante de retina que se comercializó a principios de esta década. Como el Alpha de Zrenner, el Argus emplea una matriz de electrodos que se coloca en la parte posterior de la retina. Sin embargo, en vez de captar la luz, lo que hace esta red de solo 60 electrodos es recibir señales procedentes de una pequeña cámara montada en unas gafas, que las transmite a través de un procesador instalado en un cinturón o en una bolsa. Todo este conjunto impone unas limitaciones y requisitos más engorrosos que el Alpha. Además, la cámara externa del Argus implica que, a diferencia del Alpha, no se pueden aprovechar los constantes y brevísimos movimientos del ojo (movimientos microsacádicos), que desempeñan un papel tan misterioso como importante en nuestra visión.

No obstante, la colocación de estos implantes en las retinas humanas ha servido para inspirar el dispositivo de células madre que Humayun está desarrollando actualmente. Él y Dennis Clegg, colaborador experto en células madre de la Universidad de California en Santa Barbara, lo llaman simplemente parche. El soporte de ese parche es una fina lámina con la forma de esta d, pero dos veces más grande. Sobre esta minúscula superficie, Clegg reparte 120.000 células derivadas de células madre embrionarias.


Humayun y Clegg se proponen usar este parche para tratar la degeneración macular asociada a la edad (DMAE). La ceguera causada por la DMAE es un fenómeno inverso al de la ceguera derivada de la retinosis pigmentaria: un punto borroso tapa la visión central, y luego se va oscureciendo y extendiendo poco a poco hasta que el paciente se queda funcionalmente ciego. Es la causa más frecuente de pérdida de visión no tratable, responsable del 5 % de todas las cegueras.
La DMAE es el resultado del deterioro celular del epitelio pigmentario retiniano (EPR), la capa más profunda del ojo. El EPR es fundamental para el funcionamiento de la capa de fotorreceptores situados por delante. Humayun y Clegg confían que las células de EPR derivadas de células madre insertadas en el parche sustituyan a las células del EPR dañadas.

Pero las células no se pueden inyectar sin más. En los experimentos con animales realizados por estos dos investigadores, las células se integraban muy bien en la compleja estructura de la capa de fotorreceptores solo si el parche estaba correctamente colocado.
Las pruebas acaban de empezar y deberían finalizar antes de 2018. Si el parche funciona, podría ser útil para el tratamiento de la DMAE y otras formas de ceguera. Humayun y Clegg también podrían descubrir así más cosas acerca de cómo fusionar esas células con estructuras biológicas de otros órganos, lo que allanaría el camino a otros implantes de parches celulares.

El potencial de las células madre, todavía por explotar, ha atraído a otros investigadores que buscan una cura para la ceguera. Entre ellos está Henry Klassen, de la Universidad de California en Irvine. Klassen lleva 30 años estudiando cómo manipular células progenitoras –células madre que ya han empezado a especializarse– para sustituir o rehabilitar células retinianas deterioradas. Tras haber probado con éxito las células progenitoras retinianas para mejorar la visión de ratones, ratas, gatos, perros y cerdos, ahora está ensayando un tratamiento similar en personas con retinosis pigmentaria avanzada.

El procedimiento es sencillo: con una aguja, el cirujano inyecta en el ojo entre medio millón y tres millones de células progenitoras destinadas a desempeñar diferentes funciones en el rescate de la retina deteriorada. Algunos de los pacientes con retinosis pigmentaria que se han sometido a este procedimiento ahora pueden ver más luz y formas. Kristin Macdonald, vecina de California, de cincuenta y tantos años y casi ciega por culpa de esta enfermedad, recibió el tratamiento en un ojo en junio de 2015. Ahora distingue mejor sus muebles, o una furgoneta que pasa por la calle y, en la piscina, «un color tenue», el azul turquesa del agua que antes solo era blanco y negro. Klassen espera que estos avances demuestren su premisa de que si se envían las células apropiadas a los lugares apropiados, estas sabrán lo que han de hacer.

¿Qué harías tras recuperar la vista?
A Helena Ndume, cirujana ocular de Namibia, le gusta contar lo que hacen sus pacientes cuando recuperan la vista tras años de ceguera. Re­­lata el caso de un hombre que, después de casi tropezar con un elefante, quedó muy agradecido por el tratamiento porque así podría ver a los animales sueltos; el de una mujer a la que Ndume encontró totalmente absorta en la tarea de sacar hasta la última espina del pescado que estaba comiendo, y el de otra de 46 años que por fin pudo ver a su hijo pequeño.

Ndume ha recopilado muchas anécdotas en los últimos 20 años mientras ha trabajado en su propio experimento para acabar con la ceguera. Los resultados son inequívocos al menos en un aspecto: en dos décadas, unos 30.000 pacientes han recibido tratamiento, y unos 30.000 han recuperado la vista. Está claro que la cura funciona. Aunque el tratamiento –una sencilla y más que consolidada operación de cataratas– no es lo que su experimento pretende probar. Ella y otras personas que desempeñan un trabajo similar quieren saber si la humanidad, una vez que está en posesión de una cura, se tomará la molestia de dispensársela a todos los que la necesiten.

Las cataratas, una enfermedad de los pobres, causan la mitad de las cegueras que se registran en todo el planeta. En el mundo desarrollado, las personas que padecen cataratas se tratan de forma sistemática en cuanto detectan problemas para ver la televisión. En el mundo en vías de desarrollo, la gente con cataratas se queda ciega de forma sistemática. El tratamiento es igual de sencillo en todas partes: cirujano y paciente entran en el quirófano, se prepara a este último, en cuestión de 15 o 20 minutos se sustituye el cristalino opaco por una lente artificial transparente y luego se hace un examen postoperatorio. En los países en vías de desarrollo, este tratamiento cuesta entre 15 y 100 euros. Aun así, está al alcance de pocos.

En colaboración con los Gobiernos de Namibia y de otros países africanos y con la ONG SEE International, Ndume está intentando revertir esta situación mediante la organización de «campamentos de cataratas». En estos encuentros organizados en zonas carentes de servicios, Ndume y otros cirujanos operan hasta 500 personas por semana. El año pasado, la ONU otorgó a Ndume el primer Premio Nelson Rolihlahla Mandela en reconocimiento a su «dedicación al servicio de la humanidad».

Es un galardón merecido para una persona que hace 41 años, cuando solo tenía 15, se libró de otro tipo de tinieblas tras huir del apartheid que el Gobierno sudafricano había impuesto en Namibia. Junto con otras tres amigas, llegó hasta un campamento de Angola gestionado por la SWAPO, el movimiento de resistencia de Namibia. Poco después de llegar sobrevivió a un ataque con ametralladoras; tuvo que atravesar ríos infestados de hipopótamos y patrullas de helicópteros hasta llegar a Zambia; les dijo a los de la SWAPO que quería estudiar diseño de moda, pero en vez de eso la enviaron a estudiar medicina a Leipzig, Alemania, y allí se casó con un compatriota suyo al que poco después matarían en Angola. Crio sola a su hijo, acabó la especialidad de oftalmología, celebró la independencia de Namibia en 1990 y regresó para siempre a su país en 1996 con su niño, sus estudios y su voluntad de ayudar a las personas que no podían ver.

Mi historia favorita de todas las que cuenta Ndume es la de una mujer a la que trató en su primer campamento, en una clínica de Rundu, en la frontera septentrional de Namibia. Se ha­bían inscrito más de 200 pacientes, pero solo aparecieron 82 porque a muchos les daba miedo que les abrieran los ojos. Cuando Ndume reabrió el campamento al año siguiente, la misma mujer apareció por allí, exultante. Quería enseñar a la doctora su granja, que había podido ampliar: «¡Ahora cultivo muchas cosas!», dijo. Pero primero la llevó de la mano hasta la puerta de la clínica. «He traído algunos amigos», le dijo. Fuera había decenas de personas deseando operarse tras comprobar el resultado que les había dado a otros. «Dicen que es un milagro», añadió.

Aquella semana Ndume trató a cientos de pa­­­cientes. Según su colega Sven Obholzer, estos «entraban con las manos sobre los hombros del que iba delante y salían por sus propios medios».


A pesar del trabajo de Ndume y de otros como ella, en todo el mundo sigue habiendo unos 20 millones de ciegos a causa de las cataratas. Si todos recibieran tratamiento, acabaríamos con la mitad de todas las cegueras. Pero para que el tratamiento sea sistemático se requieren in­fraestructuras permanentes. Eso es lo que ha movido a Dikembe Mutombo, exjugador de la NBA, a construir un hospital en su ciudad natal, Kinshasa, en la República Democrática del Congo. Cuando Ndume lo visitó, constató que el hospital era insuficiente. Su visita era de cinco días, pero se quedó siete, hizo más de cien operaciones y dejó una lista de espera de cientos de pacientes. «Es así en todas partes –me dijo. Por cada paciente que trata, decenas se van sin diagnóstico y sin vista–. Siempre aparecen más.»

Cuando le mencioné las causas de ceguera sobre las que trataría este reportaje, esta fue su amable respuesta: «Esas cosas, la degeneración macular, la retinosis pigmentaria, no son nada en comparación con las cataratas». Desde la máxima generosidad, Ndume no quiere decir que esas afecciones sean insustanciales o que nadie deba buscar curas para ellas. Lo que quiere decir es que en la lucha contra la ceguera, el principal reto de la medicina no es solo buscar tratamientos, sino dispensarlos.

Aquel día, Ndume hizo nueve intervenciones de cataratas antes del almuerzo. Presencié una de ellas, y por primera vez vi una cuchilla cortando un ojo. La escena me sobrecogió, en parte porque no hay nada que simbolice mejor la consciencia que un ojo bien abierto. Aquel ojo estaba increíblemente abierto gracias al espéculo oftálmico, pero totalmente ajeno al acero que practicaba un corte curvo en su córnea. Consciente de ello, me resultó más fácil mirar. Sabía que la anestesia pronto dejaría de hacer efecto y, en­tonces, aquel ojo vería con claridad.










Unos vecinos de la región india de los Sundarbans se someten a un examen optométrico. En equipo de ópticos, dirigido por Asim Sil, se desplaza en barca por esta remota región atravesada por una vasta red de ríos con el objetivo de ayudar a reducir el número de invidentes de la India, que supera los ochos millones.


Tratamiento tardío

Gerd Gamanab, de 67 años, buscó tratamiento demasiado tarde: tras 50 años de trabajos agrícolas en Namibia, el sol y el polvo le habían destrozado las córneas. Al igual que muchas de las cegueras que se producen en el mundo, la suya se podría haber evitado con cuidados regulares.


Falta de acceso a tratamientos

En Bengala Occidental, la India, Mahammad Ali Molla, de 60 años, se quedó ciego a los 46 después de que le entrara savia en los ojos. Ahora depende de su nieto (a la derecha) y demás familiares. En los países en vías de desarrollo, millones de personas se quedan ciegas por falta de acceso a los tratamientos.


Prótesis ocular


Cirujanos del Duke Eye Center de Carolina del Norte implantan una prótesis Argus II en el ojo de Karen Brown, invidente a causa de uan retinoplatía. Argus sortea las células retinianas defectuosas y envía la información procedente de una cámara a través del nervio óptico hasta el cerebro.


Clínica flotante


El oftalmólogo Asim Sil visita unos pacientes en la remota región de los Sundarbans, en la India, a bordo de una barca que hace las veces de clínica flotante. Masma Molla, quien aparece en brazos de un vecino, proviene de una familia de cinco miembros, de los cuales cuatro son ciegos. Sil consiguió devolverle la vista a ella, a su hermano Amir y a su padre Nole.


Clínicas para desfavorecidos

Un joven se somete a un examen ocular en el delta de los Sundarbans. Una reciente iniciativa llevada a cabo conjuntamente por clínicas privadas y el Gobierno de la India construye clínicas en comunidades remotas y económicamente desfavorecidas. Estos centros ofrecen servicios básicos como exámenes, gafas y tratamientos para enfermedades graves.


Tratamiento solidario

Anita (a la izquierda) y Sonja Singh nacieron con cataratas, pero su familia, procedente de una zona rural de la India, no podía costear el tratamiento. Cuando las hermanas tenían 5 y 12 años, respectivamente, unos donantes les pagaron la operación. Las conexiones que hay entre el ojo y el cerebro son más maleables en edades tempranas, por eso Anita ganó más visión que Sonja.


Una alumna sobresaliente

Jhulan Mukherjee, antigua alumna de la escuela para ciegos del Vivekananda Mission Asram, sobresalió en sus estudios y obtuvo tres títulos universitarios. Cuando le dijeron que no podía inscribirse al examen para ejercer como profesora, llevó el caso a juicio, y ganó. Hoy, con 39 años de edad, es una exitosa maestra en una escuela para alumnos sin problemas de ceguera.


Operación de cataratas

La cirujana Helena Ndume (de pie, a la izquierda), celebra con los pacientes el éxito de la operación de cataratas después de retirarles los vendajes de los ojos en una clinica oftalmológica de Omaruru, en Namibia. El día después de operarse, la mayoría de los pacientes recuperan un grado de visión que no habían tenido en años.



Campamento de cataratas

Unas mujeres herero con el tocado tradicional que evoca los cuernos del ganado, tan importante para su cultura, esperan a que les retiren el vendaje en un "campamento de cataratas" organizado el año pasado en Omaruru, Namibia. La cirugía dura unos 20 minutos. La falta de acceso a ella en muchas regiones hace que las cataratas sean la principal causa de ceguera en el mundo: casi la mitad de los casos.



Implante de retina

Rhian Lewis, de 50 años, utiliza un puntero para interpretar las imágenes que su implante de retina envía al cerebro, bajo la observación de Charles Cottriall, investigador optometrista del Oxford Eye Hospital de Inglaterra. La capacidad de los pacientes para decodificar estas señales revela hasta qué punto las conexiones neuronales pueden reorganizarse y regenerarse.


Alumnos invidentes

Los alumnos invidentes del Vivekandanda Mission Asram, una escuela del estado indio de Bengala Occidental, acuden, cogidos de la mano, a clase de educación física. Gracias a la combinación de estudios convencionales y de formación profesional podrán escapar del destino que aguarda a muchos ciegos en la India: una vida de mendicidad en las calles.

Diabetes y ceguera

Mientras una amiga revisa su peinado antes de un especáculo de danza, Anastasia Anisimova, natural de San Petersburgo, echa un ojo a su bomba de insulina. Unos 422 millones de personas en el mundo padecen diabates, una enfermedad que, según la Organización Mundial de la Salud, es "una de las principales causas de ceguera". La bomba que Anastasia lleva desde hace seis años le proporciona una dosis regulada de insulina que le permite bailar y practicar deporte sin padecer complicaciones propias de la diabetes, como la pérdida de visión.



Fuente : http://www.nationalgeographic.com.es/ciencia/grandes-reportajes/medicina-busca-cura-ceguera_10782/1

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